En el 2003, estando en la universidad, me fui a
vivir con una viejita, conocida de mi mamá, en la 53 con 9, en un 12avo piso.
La cucha me arrendó una habitación.
Cuando llegué allá con mi trasteo, tuve que
dejar una caja en la portería por temas de espacio. Cuando la subí, me di
cuenta que la habían abierto y que me
hacía falta un par de zapatos. “¿Y aquí qué mierdas?”.
Sin querer armar una rencilla le comenté con
mucha prudencia a doña Isabelita: “doña Isabel, me da pena con usted pero, de
la caja que dejé anoche abajo, en la portería, me hacen falta unos tenis ¿sumercé
sabe qué podrá haber pasado?”.
La cuchita no me arrojó indicios, así que me
bajé donde el portero que había hecho ese turno y le pregunté. En esas,
sorpresivamente, saltó la aseadora y me careó: “¿nos está acusando de ladrones?” (¡uyuyuyuyuy!).
La cosa se caldeó porque la dama en mención resultó ser tremenda petatera de
coyaima: “¡hágale! ¡Acúsenos si tiene con quién! ¡Cuéntenos a ver
dónde le aparecieron sus dichosos tenis!”. Está claro. La malparida rompecajas
fue ella.
Entonces, a los pocos días, inicié el siguiente
desquite: cada noche que me daban ganas, me le meaba en el ascensor. Hija de
puta.
Yo entraba, saludaba al aborto de oruga del portero, y
camino al 12avo piso me lo sacaba y les apuntaba a la puerta, a la manija, a
los botones. “Toma, maldita pécora, para que tengas más qué hacer, además de
robar”.
La meretriz esta se la pasó limpiándome los meados
casi un mes, sin siquiera sospechar ¡jajajaja!
Un día, la viejita Isabel entró de la calle.
Descargó su bolsita de mercado y en la sala se sentó. “Cristian, venga le
pregunto una cosa”, me dijo. Tenía la cabeza mirando pa’l piso; respiró como
profundo; hizo la repausa y me preguntó: “usted es el que se viene meando en el
ascensor ¿cierto?”. A mí se me fueron las pelotas a la garganta.
“¡Pero cómo se le ocurre doña isabelita! ¡Qué
tal yo haciendo una cosa de esas!”. “No se haga el pendejo, Cristian; Ernesto (el
portero) me contó que anoche que usted se subió, le puso bien cuidadito, y se
dio cuenta que el que viene haciendo esas marranadas, es usted”. Yo quería meterme la cabeza entre el culo.
Para terminarla de recontracagar, al otro día me
salí al balcón a hablar con Yucumá por celular, y le conté: “oiga, cómo le
parece que esta vieja marica me pilló meándome en el ascensor”. Cuando entré de
nuevo a la sala, como una hijue’ puta abuelita Jedi, doña Isabelita salió detrás de mí, de la fatuta nada: “Conque
‘viejita marica’ ¿no? ¡Qué belleza! Y bueno muchachito, ahora sí venga p'acá, y cuénteme qué más le
dijo su amiguito de sus meadas en el ascensor”.
A los dos días le desocupé la alcoba.
jajajajaja! ahí tiene la jijuemadre por ladrona.
ResponderEliminarPor esas y muchísimas otras cosas más se padece en esa belleza de ciudad pagando arriendo donde conocidos, recomendados o en casas de cupos. Tuvimos mucho aguante para sobrevivir a tanta zozobra!
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